Las abundantes aguas lustrales que empaparon la cabeza del buen alcalde no lograron ningún reblandecimiento en los límites internos de su tosudez.
A pocos días, en una de sus frecuentes inspecciones al estado general de adelantó urbano, encontró un gran hoyo que obstruía el paso entre el atrio parroquial y lo que más tarde sería la plaza de armas.
Hizo amplia consideración sobre las dificultades que traería aparejado el acarro de escombro desde las afueras. Entonces ordeno que se hiciera otro hoyo, a estimulante distancia, cuya tierra sirviera para atestar el primero… y así se cavaron ocho hasta llegar al rió.
Este ingenio y desconcertante procedimiento –que por paradójico que parezca, nada tiene de extraordinario, pues estamos acostumbrados a alguna obra publica que parten del centro hacia afuera y no a la inversa- ha valido a todo el que nace en lagos el sonoro y vistoso monte de “joyo juera”…
hay una escultura representativa de esta conseja en la plaza del alcalde en la calle nicolas bravo
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