lunes, 16 de julio de 2012

HASTA AQUÍ NO LLEGA



Un año antes de abandonar la alcaldía, don diego romero tuvo que enfrentar variados y complejos problemas por causa de las inundaciones.
La región no es muy llovedora; la mayoría de los años son “pintos” pero el año que llueve, llueve a cantaros; esto es poco decir porque hasta las calles, en fuerte pendiente desde la calavera hasta el rio, mas parecen arroyos de agua broncas.
Ese año de gracia para la región y para desgracia de la villa, a mediados e septiembre iban ya dos semanas de lluvias abundantes e ininterrumpidas. Los arroyos, salidos de madre, casi todos desembocan al rio, sumándose al impetuoso cauce del mismo. El agua ya se había llevado numerosos animales: burros, vacas, bueyes, borregos, amén de los cristianos que trataron de cruzarlo y los que pretendan salvar semovientes o pertenencias. Las reverendas monjas capuchinas, de estricta clausura, ya habían sido desalojadas de su ribereño convento. Y si bien es cierto que las aguas provocadas  por la inundación ya merodeaban, acercándose a las gradas del atrio de la parroquia, los más dañados en sembradíos y perjudicados en sus casas eran los huerteros de la otra banda.
Los muros del molino de harina en la confluencia del rio y el arroyo del guaricho se habían venido abajo, asi como muchas viviendas lamidas y borradas en ambas márgenes del rio.
 Don diego reunió en varias ocasiones a sus ediles y consejeros sin que hubieran llegado a resoluciones concretas en medio de desesperadas y agrias discusiones. Ya no se valía volver a aquella sabia resolución pasada de don diego: “que siga lloviendo”. De pronto el alcalde se puso de pie, e inspirado y decidió, exclamo:
Tu, Justiniano, trame al caporal de don Agapito y que consiga todas las sogas buenas que encuentre” “y tú, Amadeo, vete por la canoa grande que se usa para pasar el rio”. “y nosotros, señores, vamos por la calle real hasta de las pilastras”. Esta se llamaba así por que la remataban dos grandes, altas y amplias pilastras de cantera coronadas por una bola grandes, altas y amplias pilastras de cantera coronadas por una bola, y que se tomaban como referencia respecto a la anchura del rio, en crecientes normales.
Ya reunidos con todos los arreos el alcalde fue el primero en subir a la canoa y en seguida el caporal y solo tres de los consejeros, los menos medrosos, y ustedes, mirones, encomiéndenme a san hemión, al que desde ahora le prometo un tributo solemne… si vivo”. Unas cuarenta varas antes de las columnas, rio abajo, la canoa se aproximaba a la primera de las pilastras.
“ahora si, caporal, láceme la bola de arriba de la pilastra”, como en peores  andanzas se las había visto el vaquero, a la primera mangana acertó y empezó a hacer que la canoa llegara hasta casi pegarse a la mitad de la columna. Don diego salto decidió y con un jarro de pintura rojo almagre, ante la expectación erizante de mucha gente allí reunida, trazo con una brocha una raya horizontal gruesa y visible hasta donde llegaba el agua todavía con borregos de espuma. Luego, sin meditarlo mucho, puso esta inscripción: “hasta aquí no llega”.
De regreso a la tierra firme, ante los aturdidos y confusos vecinos, sentencio: “que tarugos los que pusieron las pilastras para medir la anchura del rio. Se les olvido marcar el altor”.
“! ahora sí, váyanse tranquilos a sus casas, hasta allí no llega ¡”

lunes, 9 de julio de 2012

GAJES DE LA VEJEZ



“Dicen algunos que con la ancianidad y la decrepitud sobreviene como inevitable compañero, lo tarugo; pero yo creo que no es así para todos; si fuera verdad mi compadre Estanislao ya estuviera en cueros, ya pasa de los ochenta y allí, arrejolado en un rincón de la tienda, con las piernas todas vendadas y gediondas por las varis, nomas abriendo el cajón y cerrándolo cada vez que avienta doblones de oro y monedas de plata: que la manda don fulanito, que por la realización de unas fanegas de maíz, que por los pastizales de unos potreros arroyados y erizos de piedras… ¡no… que va a ser tarugo!”
Todas estas y otras puntuales consideraciones se hacía don diego romero, mal colocados sus asentaderas en un desvencijado equipal, junto al zaguán de su casa; era el único mueble que le quedaba. Hacía dos días que le habían robado todos los enseres y menaje casero; hasta su sombrero bola y la vara de justicia, pero lo que más le dolía: su descarapelada vacinica, única reliquia de su abuelo.
Cargadas las espaldas por los años, ya sin ejecutar su oficio de alcalde ordinario de la villa (que con el tiempo lo llevaría a una perenne e hilarante memoria), sin haberes previsores y suficientes para reponer lo felonamente hurtado, temiendo las postrimerías de golpe; allí sentado, solo, rumiaba sus desengaños y sinsabores, eso sí, propios de la vejez.
Los acontecimientos se precipitaron así: don diego mantuvo firmes dos posiciones piamente toda su vida: su soltería (¿voluntaria o inconsciente? !solo dios pudo saberlo¡) y su religiosidad de una sola pieza. Consecuente con estas ultima asistió, como todos los años, a la “velación de las espigas”, esta vez en unos vallados cercanos a la sauceda. Esta vigilia se efectuaba entre el triga ya maduro, próximo a la siega, en plena noche abierta y con exposición del santísimo sacramento en un altar coruscante de luces; con cantos y rezos embelesadores, misa solemne, y una nutrida concurrencia. Se hacía en loor al cielo por la buena cosecha. A la madrugada don diego se despidió de los mayordomos y montando su jamelgo regreso a la villa cuando el sol ya doraba los muros de la parroquia. Al apearse de la bestia su sorpresa apareció junto a las dos hojas de la puerta de su casa abierta de par en par. Sin salir de su asombro la recorrió encontrándola totalmente vacía. Bueno, quedaba un solo arco de mezquite de dos y media vara de largo, y otra de alto, donde guardaba su ropa. Estaban sin abrir, gracias a la chapa forjada por el herrero don Dimas, y el equipal destartalado, del que ya hicimos mención.
Hizo con los vecinos toda clase de inquisitivas sin que nadie pudiera darle razón de la canalla que lo había robado. Casi exangüe por falta de sueño, por hambre y fatiga, se fue a comer a la fonda de doña pomposa, participo en el palique de los vagos que se juntaban al atardecer y antes del toque de campanas, llamando el ángelus, retorno a su casa, saco de su cinto una llave de a palmo, abrió el arcón y sintiendo la suavidad y el olor de ropa limpia finamente doblada entre corazones de membrillo secos y espigas de anís, se tendió, cuan largo era (por precaución dejo caer la tapa) y se quedo inefablemente dormido.
Pero volvieron los ladrones; acaso porque pensaban que arcón que habían dejado, de suyo pesado por la madera de mezquite (y además suponiendo que encerraba monedas de oro y plata tal vez ricas joyas) requería que se esforzaran y, en lugar de tres, fueron cinco los maleantes dispuestos a sacar, al filo de la medianoche, tan preciado cargamento. En medio de resoplidos de fatiga sudorosa decidieron abrirlo en la planicie del cerro de san miguel. Ya llevaban palas, bieldos y hachas para forzar la cerraduras de la chapa cuando se dieron cuenta que estaba la llave puesta. Abrieron, levantaron la tapa y estupor supero al que si hubiera visto al propio diablo. Era don diego romero, beatíficamente dormido y sin señales de poder despertar (ellos pudieron suponer que estaba difunto ya, bien tieso). Los ladrones, en decepcionada estampida, se dispersaron brincando como cabras, por encima de rocas y arbustos hasta dejar el arcón y su costoso cargamento a la luz de las estrellas.
Don diego despertó a los primeros rayos de sol, sobresaltado por la luz cegadora, empezó a desperezarse. Ya de pie y supuestamente espabilado, su sorpresa rompió todo límite: cielo azul y un contorno rustico, hermosísimo, lo envolvían. ¿Estaría soñando? ¿Le sorprendería la muerte y habría traspuesto ya el paraíso?.
Al dar unos cuantos pasos en derredor del arcón y tratar de identificar y querencias, que no eran nada familiares, exclamo convencido y proverbial:
“¡que ladrones tan astutos y desmonches; no solo me vaciaron la casa, también me cambiaron el paisaje!”
Si, comentaban en sordina cualesquiera de los vecinos de la villa: “el paisaje de la vejez… y su casi inevitable compañero…”

jueves, 5 de julio de 2012

EL MONUMENTO A DON PEDRO MORENO



Para conmemoran la gesta del héroe de la independencia don Pedro moreno –quien murió después de la defensa del fuerte llamado el sombrero-, los laguenses hicieron un monumento en la calzada que ahora lleva su nombre. Antes solo existía una columna en la falda del cerro del calvario donde esta para que sirviera de escarmiento, la cabeza del caudillo.

Por las más diversas razones, ninguno de los monumentos había podido ser coronado con una estatua del guerrero, tal como se anunciaba al principio de la obra.

Por ello cuenta la conseja que al terminarse el monumento en la calzada que tiene como remate la figura en bronce de don Pedro, tal como lo sorprendieron la madrugada de su sacrificio, los laguenses, al fin satisfechos, hicieron grabar en la lapida de bronce esta inscripción:

   Al héroe insurgente
   Don Pedro Moreno.
   Por defender el sombrero
  ¡Perdió la cabeza!

LAS ESCRITURAS



Gentes antiguas cuentan que cuando la inundación “grande” estuvo a punto de llevarse más de media ciudad, los vecinos sobrevivientes se refugiaron en la colina de la calavera, donde más tarde se edificaría el templo del calvario.
  La luz violeta del relámpago latigueaba el horizonte allá por la sierra de comanja; la lluvia había calmado, no así le creciente devastadora coronada con encajes de espuma. “trai mas agua la corriente” –decían los de la otra banda.
Al atardecer se veía gran parte del pueblo arrasado por el agua.
Entre la multitud apiñada en el cerro había angustia, agitación, exclamaciones:
-fulano: ¡ya tapo el agua tu casa!
-ni me puede; ¡la tenia hipotecada don Dimas!
-nomas vean: apenas se divisa la puntita del campanario del pirul.
-de la otra banda no se salvaron ni las ranas.
-mira, zutano, como flota tu vaca josca.
Y en aquella agitación solo una anciana, con su rebozo goteante, permanecía sin mirar hacia el mar cenizo que todo lo cubría.
Sentada sobre una piedra parecía no darse cuenta de los sucesos a su alrededor. Alguno de los vecinos de la otra banda al fijarse en ella se acerco para preguntarle:
-pero doña margarita; ¿Qué le tantea? ¡Uste tan confiada! Ya de su casa no se miran ni las ramitas del mezquite…
-que se haga la volunta de dios… -repuso en tono pausado.
-¡válgame! Es lo único que le queda ¿y ni apuración le llega?
Como si no quisiera que los demás oyeran, lo llamo para que se acercara. Metió la mano entre la camisa y de sus senos flácidos y rugosos saco unos papeles. Con ojos de triunfante malicia le dijo:
  -no, hijo; no soy tan confiada. No me importa que el agua arrastre con mi casa. ¡Alcance a cargarme las escrituras!