lunes, 9 de julio de 2012

GAJES DE LA VEJEZ



“Dicen algunos que con la ancianidad y la decrepitud sobreviene como inevitable compañero, lo tarugo; pero yo creo que no es así para todos; si fuera verdad mi compadre Estanislao ya estuviera en cueros, ya pasa de los ochenta y allí, arrejolado en un rincón de la tienda, con las piernas todas vendadas y gediondas por las varis, nomas abriendo el cajón y cerrándolo cada vez que avienta doblones de oro y monedas de plata: que la manda don fulanito, que por la realización de unas fanegas de maíz, que por los pastizales de unos potreros arroyados y erizos de piedras… ¡no… que va a ser tarugo!”
Todas estas y otras puntuales consideraciones se hacía don diego romero, mal colocados sus asentaderas en un desvencijado equipal, junto al zaguán de su casa; era el único mueble que le quedaba. Hacía dos días que le habían robado todos los enseres y menaje casero; hasta su sombrero bola y la vara de justicia, pero lo que más le dolía: su descarapelada vacinica, única reliquia de su abuelo.
Cargadas las espaldas por los años, ya sin ejecutar su oficio de alcalde ordinario de la villa (que con el tiempo lo llevaría a una perenne e hilarante memoria), sin haberes previsores y suficientes para reponer lo felonamente hurtado, temiendo las postrimerías de golpe; allí sentado, solo, rumiaba sus desengaños y sinsabores, eso sí, propios de la vejez.
Los acontecimientos se precipitaron así: don diego mantuvo firmes dos posiciones piamente toda su vida: su soltería (¿voluntaria o inconsciente? !solo dios pudo saberlo¡) y su religiosidad de una sola pieza. Consecuente con estas ultima asistió, como todos los años, a la “velación de las espigas”, esta vez en unos vallados cercanos a la sauceda. Esta vigilia se efectuaba entre el triga ya maduro, próximo a la siega, en plena noche abierta y con exposición del santísimo sacramento en un altar coruscante de luces; con cantos y rezos embelesadores, misa solemne, y una nutrida concurrencia. Se hacía en loor al cielo por la buena cosecha. A la madrugada don diego se despidió de los mayordomos y montando su jamelgo regreso a la villa cuando el sol ya doraba los muros de la parroquia. Al apearse de la bestia su sorpresa apareció junto a las dos hojas de la puerta de su casa abierta de par en par. Sin salir de su asombro la recorrió encontrándola totalmente vacía. Bueno, quedaba un solo arco de mezquite de dos y media vara de largo, y otra de alto, donde guardaba su ropa. Estaban sin abrir, gracias a la chapa forjada por el herrero don Dimas, y el equipal destartalado, del que ya hicimos mención.
Hizo con los vecinos toda clase de inquisitivas sin que nadie pudiera darle razón de la canalla que lo había robado. Casi exangüe por falta de sueño, por hambre y fatiga, se fue a comer a la fonda de doña pomposa, participo en el palique de los vagos que se juntaban al atardecer y antes del toque de campanas, llamando el ángelus, retorno a su casa, saco de su cinto una llave de a palmo, abrió el arcón y sintiendo la suavidad y el olor de ropa limpia finamente doblada entre corazones de membrillo secos y espigas de anís, se tendió, cuan largo era (por precaución dejo caer la tapa) y se quedo inefablemente dormido.
Pero volvieron los ladrones; acaso porque pensaban que arcón que habían dejado, de suyo pesado por la madera de mezquite (y además suponiendo que encerraba monedas de oro y plata tal vez ricas joyas) requería que se esforzaran y, en lugar de tres, fueron cinco los maleantes dispuestos a sacar, al filo de la medianoche, tan preciado cargamento. En medio de resoplidos de fatiga sudorosa decidieron abrirlo en la planicie del cerro de san miguel. Ya llevaban palas, bieldos y hachas para forzar la cerraduras de la chapa cuando se dieron cuenta que estaba la llave puesta. Abrieron, levantaron la tapa y estupor supero al que si hubiera visto al propio diablo. Era don diego romero, beatíficamente dormido y sin señales de poder despertar (ellos pudieron suponer que estaba difunto ya, bien tieso). Los ladrones, en decepcionada estampida, se dispersaron brincando como cabras, por encima de rocas y arbustos hasta dejar el arcón y su costoso cargamento a la luz de las estrellas.
Don diego despertó a los primeros rayos de sol, sobresaltado por la luz cegadora, empezó a desperezarse. Ya de pie y supuestamente espabilado, su sorpresa rompió todo límite: cielo azul y un contorno rustico, hermosísimo, lo envolvían. ¿Estaría soñando? ¿Le sorprendería la muerte y habría traspuesto ya el paraíso?.
Al dar unos cuantos pasos en derredor del arcón y tratar de identificar y querencias, que no eran nada familiares, exclamo convencido y proverbial:
“¡que ladrones tan astutos y desmonches; no solo me vaciaron la casa, también me cambiaron el paisaje!”
Si, comentaban en sordina cualesquiera de los vecinos de la villa: “el paisaje de la vejez… y su casi inevitable compañero…”

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