“Dicen
algunos que con la ancianidad y la decrepitud sobreviene como inevitable
compañero, lo tarugo; pero yo creo que no es así para todos; si fuera verdad mi
compadre Estanislao ya estuviera en cueros, ya pasa de los ochenta y allí,
arrejolado en un rincón de la tienda, con las piernas todas vendadas y gediondas por las varis, nomas abriendo el cajón y cerrándolo cada vez que avienta
doblones de oro y monedas de plata: que la manda don fulanito, que por la
realización de unas fanegas de maíz, que por los pastizales de unos potreros
arroyados y erizos de piedras… ¡no… que va a ser tarugo!”
Todas estas y otras puntuales consideraciones se hacía don
diego romero, mal colocados sus asentaderas en un desvencijado equipal, junto
al zaguán de su casa; era el único mueble que le quedaba. Hacía dos días que le
habían robado todos los enseres y menaje casero; hasta su sombrero bola y la
vara de justicia, pero lo que más le dolía: su descarapelada vacinica, única
reliquia de su abuelo.
Cargadas las espaldas por los años, ya sin ejecutar su
oficio de alcalde ordinario de la villa (que con el tiempo lo llevaría a una
perenne e hilarante memoria), sin haberes previsores y suficientes para reponer
lo felonamente hurtado, temiendo las postrimerías de golpe; allí sentado, solo,
rumiaba sus desengaños y sinsabores, eso sí, propios de la vejez.
Los acontecimientos se precipitaron así: don diego mantuvo firmes
dos posiciones piamente toda su vida: su soltería (¿voluntaria o inconsciente?
!solo dios pudo saberlo¡) y su religiosidad de una sola pieza. Consecuente con
estas ultima asistió, como todos los años, a la “velación de las espigas”, esta
vez en unos vallados cercanos a la sauceda. Esta vigilia se efectuaba entre el
triga ya maduro, próximo a la siega, en plena noche abierta y con exposición
del santísimo sacramento en un altar coruscante de luces; con cantos y rezos
embelesadores, misa solemne, y una nutrida concurrencia. Se hacía en loor al
cielo por la buena cosecha. A la madrugada don diego se despidió de los
mayordomos y montando su jamelgo regreso a la villa cuando el sol ya doraba los
muros de la parroquia. Al apearse de la bestia su sorpresa apareció junto a las
dos hojas de la puerta de su casa abierta de par en par. Sin salir de su
asombro la recorrió encontrándola totalmente vacía. Bueno, quedaba un solo arco
de mezquite de dos y media vara de largo, y otra de alto, donde guardaba su
ropa. Estaban sin abrir, gracias a la chapa forjada por el herrero don Dimas, y
el equipal destartalado, del que ya hicimos mención.
Hizo con los vecinos toda clase de inquisitivas sin que
nadie pudiera darle razón de la canalla que lo había robado. Casi exangüe por
falta de sueño, por hambre y fatiga, se fue a comer a la fonda de doña pomposa,
participo en el palique de los vagos que se juntaban al atardecer y antes del
toque de campanas, llamando el ángelus, retorno a su casa, saco de su cinto una
llave de a palmo, abrió el arcón y sintiendo la suavidad y el olor de ropa
limpia finamente doblada entre corazones de membrillo secos y espigas de anís,
se tendió, cuan largo era (por precaución dejo caer la tapa) y se quedo
inefablemente dormido.
Pero volvieron los ladrones; acaso porque pensaban que arcón
que habían dejado, de suyo pesado por la madera de mezquite (y además
suponiendo que encerraba monedas de oro y plata tal vez ricas joyas) requería
que se esforzaran y, en lugar de tres, fueron cinco los maleantes dispuestos a
sacar, al filo de la medianoche, tan preciado cargamento. En medio de
resoplidos de fatiga sudorosa decidieron abrirlo en la planicie del cerro de
san miguel. Ya llevaban palas, bieldos y hachas para forzar la cerraduras de la
chapa cuando se dieron cuenta que estaba la llave puesta. Abrieron, levantaron
la tapa y estupor supero al que si hubiera visto al propio diablo. Era don
diego romero, beatíficamente dormido y sin señales de poder despertar (ellos
pudieron suponer que estaba difunto ya, bien tieso). Los ladrones, en
decepcionada estampida, se dispersaron brincando como cabras, por encima de
rocas y arbustos hasta dejar el arcón y su costoso cargamento a la luz de las
estrellas.
Don diego despertó a los primeros rayos de sol, sobresaltado
por la luz cegadora, empezó a desperezarse. Ya de pie y supuestamente
espabilado, su sorpresa rompió todo límite: cielo azul y un contorno rustico,
hermosísimo, lo envolvían. ¿Estaría soñando? ¿Le sorprendería la muerte y
habría traspuesto ya el paraíso?.
Al dar unos cuantos pasos en derredor del arcón y tratar de
identificar y querencias, que no eran nada familiares, exclamo convencido y
proverbial:
“¡que ladrones tan astutos y desmonches; no solo me vaciaron
la casa, también me cambiaron el paisaje!”
Si, comentaban en sordina cualesquiera de los vecinos de la
villa: “el paisaje de la vejez… y su casi inevitable compañero…”
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