Un año antes de abandonar la alcaldía, don diego romero tuvo
que enfrentar variados y complejos problemas por causa de las inundaciones.
La región no es muy llovedora; la mayoría de los años son
“pintos” pero el año que llueve, llueve a cantaros; esto es poco decir porque
hasta las calles, en fuerte pendiente desde la calavera hasta el rio, mas
parecen arroyos de agua broncas.
Ese año de gracia para la región y para desgracia de la
villa, a mediados e septiembre iban ya dos semanas de lluvias abundantes e
ininterrumpidas. Los arroyos, salidos de madre, casi todos desembocan al rio,
sumándose al impetuoso cauce del mismo. El agua ya se había llevado numerosos
animales: burros, vacas, bueyes, borregos, amén de los cristianos que trataron
de cruzarlo y los que pretendan salvar semovientes o pertenencias. Las reverendas
monjas capuchinas, de estricta clausura, ya habían sido desalojadas de su
ribereño convento. Y si bien es cierto que las aguas provocadas por la inundación ya merodeaban, acercándose
a las gradas del atrio de la parroquia, los más dañados en sembradíos y
perjudicados en sus casas eran los huerteros de la otra banda.
Los muros del molino de harina en la confluencia del rio y
el arroyo del guaricho se habían venido abajo, asi como muchas viviendas
lamidas y borradas en ambas márgenes del rio.
Don diego reunió en
varias ocasiones a sus ediles y consejeros sin que hubieran llegado a
resoluciones concretas en medio de desesperadas y agrias discusiones. Ya no se
valía volver a aquella sabia resolución pasada de don diego: “que siga
lloviendo”. De pronto el alcalde se puso de pie, e inspirado y decidió,
exclamo:
Tu, Justiniano, trame al caporal de don Agapito y que
consiga todas las sogas buenas que encuentre” “y tú, Amadeo, vete por la canoa
grande que se usa para pasar el rio”. “y nosotros, señores, vamos por la calle
real hasta de las pilastras”. Esta se llamaba así por que la remataban dos
grandes, altas y amplias pilastras de cantera coronadas por una bola grandes,
altas y amplias pilastras de cantera coronadas por una bola, y que se tomaban
como referencia respecto a la anchura del rio, en crecientes normales.
Ya reunidos con todos los arreos el alcalde fue el primero
en subir a la canoa y en seguida el caporal y solo tres de los consejeros, los
menos medrosos, y ustedes, mirones, encomiéndenme a san hemión, al que desde
ahora le prometo un tributo solemne… si vivo”. Unas cuarenta varas antes de las
columnas, rio abajo, la canoa se aproximaba a la primera de las pilastras.
“ahora si, caporal, láceme la bola de arriba de la
pilastra”, como en peores andanzas se
las había visto el vaquero, a la primera mangana acertó y empezó a hacer que la
canoa llegara hasta casi pegarse a la mitad de la columna. Don diego salto
decidió y con un jarro de pintura rojo almagre, ante la expectación erizante de
mucha gente allí reunida, trazo con una brocha una raya horizontal gruesa y
visible hasta donde llegaba el agua todavía con borregos de espuma. Luego, sin
meditarlo mucho, puso esta inscripción: “hasta aquí no llega”.
De regreso a la tierra firme, ante los aturdidos y confusos
vecinos, sentencio: “que tarugos los que pusieron las pilastras para medir la
anchura del rio. Se les olvido marcar el altor”.
“! ahora sí, váyanse tranquilos a sus casas, hasta allí no
llega ¡”
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