Gentes
antiguas cuentan que cuando la inundación “grande” estuvo a punto de llevarse
más de media ciudad, los vecinos sobrevivientes se refugiaron en la colina de
la calavera, donde más tarde se edificaría el templo del calvario.
La luz violeta del relámpago latigueaba el
horizonte allá por la sierra de comanja; la lluvia había calmado, no así le
creciente devastadora coronada con encajes de espuma. “trai mas agua la
corriente” –decían los de la otra banda.
Al atardecer
se veía gran parte del pueblo arrasado por el agua.
Entre la
multitud apiñada en el cerro había angustia, agitación, exclamaciones:
-fulano: ¡ya
tapo el agua tu casa!
-ni me
puede; ¡la tenia hipotecada don Dimas!
-nomas vean:
apenas se divisa la puntita del campanario del pirul.
-de la otra
banda no se salvaron ni las ranas.
-mira, zutano,
como flota tu vaca josca.
Y en aquella
agitación solo una anciana, con su rebozo goteante, permanecía sin mirar hacia
el mar cenizo que todo lo cubría.
Sentada
sobre una piedra parecía no darse cuenta de los sucesos a su alrededor. Alguno
de los vecinos de la otra banda al fijarse en ella se acerco para preguntarle:
-pero doña
margarita; ¿Qué le tantea? ¡Uste tan confiada! Ya de su casa no se miran ni las
ramitas del mezquite…
-que se haga
la volunta de dios… -repuso en tono pausado.
-¡válgame!
Es lo único que le queda ¿y ni apuración le llega?
Como si no
quisiera que los demás oyeran, lo llamo para que se acercara. Metió la mano
entre la camisa y de sus senos flácidos y rugosos saco unos papeles. Con ojos
de triunfante malicia le dijo:
-no, hijo; no soy tan confiada. No me importa
que el agua arrastre con mi casa. ¡Alcance a cargarme las escrituras!
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