Su ilustrísima, el señor obispo de
Guadalajara, anuncio su llegada al siguiente día a lagos. Un propio venido de
san Juan, diacono ya tonsurado, así lo hacía saber a medio pueblo. Era una
visita que tenía, además de rigurosa finalidad espiritual, el propósito de que
el nuevo pastor conociera a su rebaño. Y como estaba recién preconizado y venia
de otras tierras, solamente conocía, por regocijadas referencias, la
floreciente población.
Desde muy temprano andaban las gentes en
movimiento. En las esquinas, a lo largo de la calle real, colocaban arcos
triúnfales con pino traído de comanja. En puertas y ventanas colgaban
cortinajes y jaulas con jilgueros, cenzontles y canarios; sacaban las macetas a
la calle convirtiendo en estrados los frentes de las casas; barrían y regaban
el empedrado…
Al filo de las once de la mañana
apareció, al fondo de la calle, la vanguardia de los de a caballo. Y seguían a
la berlina de su ilustrísima ocho forlones con los miembros prominentes del
ayuntamiento, de la clerecía, órdenes monásticas, asociaciones religiosas e
inmenso gentío.
A su paso fue vitoreado por el pueblo, en
medio del toque a rebato de todas las campanas y del estallido de centenares de
cohetes.
Frente a la parroquia hizo un alto el
cortejo. Se apeo de la berlina su ilustrísima y para acompañarlo iban a su
diestra e cura propio y a su siniestra el señor alcalde. Mas antes de penetrar
al sagrado recinto quiso su ilustrísima conocer con detenimiento el tallado
prodigioso del frontis.
El señor alcalde, presintiendo la no
expresada admiración del ilustre visitante por la bella construcción, se animo
a preguntar.
-¿Qué le ha parecido a su ilustrísima
nuestra parroquia?
El prelado repuso sin disimular su
entusiasmo:
-Paréceme imponente, magnífica, la mejor
de la arquidiócesis…
-¡Y hecha aquí en lagos…!
Con perceptible movimiento de cabeza
–tolerante, paternal-, quiso decir su ilustrísima a sus acompañantes: “parece que es cierto lo que algunos
cuentan…”
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