En tiempo de lluvias eran muy frecuentes
las inundaciones en lagos, un año, por mes de agosto, el agua del rio ya cubría
medio poblado y amenazaba del otro. Muy alarmados los moradores acudieron a ver
a don diego para ver qué acuerdo tomaban. No se hizo esperar la reunión, en
cabildo abierto, bajo la dirección del alcalde. Y como de costumbre se situó a
su lado el secretario para tomar nota de los acuerdos y consignarlos en el acta
correspondiente. Con mucha gravedad don diego dirigió los debates.
Alguien propuso se efectuaran rogativas
en todos los templos. Otro arguyo que desde el domingo pasado se habían hecho y
seguía lloviendo. Uno más hablo sobre la conveniencia de una precesión con
velas y campanas consagradas. Otro hecho abajo la propuesta diciendo que como
seguía lloviendo, era inútiles las velas, y el agua que seguía inundando haría
imposible la procesión por todas las calles. Alguien apunto una medida racial;
la construcción de un dique gigantesco que desviara al rio. Al momento salto la
voz del que se sentía más ducho en ingeniería; ¿Cómo iba a ser posible esa
solución si el cauce del rio era el único declive del valle?
La sesión degenero en alusiones
personales: la lluvia era un castigo de dios para borrar del mapa esa pecadora
villa. ¡También el compadre Timoteo vivía amancebado con la viuda de don
fulano! ¡y de las moras!... ¡claro, con apariencia de hombre honrado, don tomas
recibía a media noche, por la puerta del corral de su casa, las mulas cargadas
de plata robada a las conductas que pasaban de zacatecas a México!
Impaciente, ante el peligro de que también
aludieran a sus virtudes cardinales, don diego dio por terminada la prolongada
y áspera sesión. Cuando ya algunos de los presentes iban a despedirse, el
secretario pregunto a don diego:
-¿A qué acuerdo llegaron para asentarlo
en el acta?
Don diego, ya molesto, iluminado, repuso
cortante:
-¿Que siga lloviendo?
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